Rodrigo miró a lo lejos. Les habían reservado una sorpresa para esa noche. Los siete amigos esperaban impacientes la llegada de Papá Noel. Ningún año fallaba. El día 24 de diciembre acudía siempre a su cita. Así que todos esperaban ansiosos, discutiendo entre ellos acerca de los regalos que les traería el esperado caballero.
A lo lejos empezó a verse un destello rojizo. Los niños empezaron a excitarse porque sabían lo que es significaba. Seguro que era la nariz de Rudolph la que refulgía de esa manera. La luz se fue acercando poco a poco hasta que se hizo evidente esa nariz que tanto les gustaba. Papá Noel no necesitaba farolillo ni luces de cruce porque tenía a Rudolph. Allí estaba por fin ante ellos, con su traje rojo, su larga barba blanca y su gorda y redonda tripa.
Todos los niños se arremolinaron alrededor de él preguntando impacientes con qué regalo les iba a sorprender.
Papá Noel lanzó una fuerte carcajada, guiñó un ojo a los padres de los nenes, que estaban detrás de ellos, y les dijo con su voz profunda:
- Este año, niños, sois más mayores. Algunos, incluso, dudáis de mi existencia. Por eso, creo que estáis preparados para un regalo de verdad, un regalo de esos que no olvidaréis.
- ¡¡Bien, bien!!, gritaron todos los niños.
- Pero es posible que, al principio, no reconozcáis la verdadera finalidad de vuestro regalo, pero os aseguro que al final lo haréis y os quedaréis alucinados del resultado.
Sobre todo los más mayores se rieron y dijeron:
- Pero, ¿qué se creerá? Nosotros lo entendemos todo. ¿Será creído?
Y, en ese mismo instante, Papá Noel lanzó una nueva carcajada, más fuerte todavía, levantó las manos muy altas y de ellas salieron millones de estrellas que cayeron sobre los niños.
Fueron notando los efectos por orden de edad.
El primero en sentir un extraño cosquilleo por todo el cuerpo fue Adrián. Y seguido de ese cosquilleo, empezó a ver cómo su cuerpo empezaba a cambiar. Empezó a transformarse en un horroroso pez globo. Comenzó a boquear ante el susto de los demás niños, que comenzaron a sentirse inseguros. Rápidamente echaron a Adrián al mar para que pudiera respirar. Adrián se angustió. No podría ir a la Universidad. No podría triunfar. ¿Para qué tanto estudiar? Estaba reflexionando sobre esto cuando, de repente, se dio cuenta de lo que veían sus ojos. ¡Uffff! ¡Cuánta belleza a su alrededor! Estaba tan ocupado con sus estudios, sus novias, sus competiciones, que había perdido la perspectiva de lo que le rodeaba. Se acordó en ese momento de sus padres, su hermana, la suerte que tenía de vivir en un país tan hermoso. En eso estaba ocupado cuando su cuerpo recuperó la normalidad y Adrián supo que no volvería a ser el mismo.
Al mismo tiempo Mario sintió el mismo cosquilleo. ¡Ay, Dios! En menos de un segundo, Mario era un enclenque gusanillo. No tenía un fuerte cuerpo como al que estaba acostumbrado, sin uno débil y sin esqueleto. Se puso a llorar triste por la pérdida y decidió esconderse bajo tierra. Empezó a moverse cada vez más por el nervio que le embargaba. Se dio cuenta de que cuanto más se movía, más bonita se veía la tierra y, no solo eso, sino que se iba oxigenando más y, gracias a eso, empezaban a germinar semillas que, antes de que él estuviera allí, no tenían la oportunidad de vivir. ¡Ah, ahí estaba su lección! No hacía falta ser el más fuerte ni el más rápido, sino colaborar con tu valía con todo lo que te rodea ¡Plop! Y Mario volvió a su cuerpo.
¡Oh oh! Fernando empezó a temblar según vio aparecer a Mario, tanto que no fue consciente de la cara de satisfacción que éste tenía. Él solo pensó que, si el tema seguía por edad, pronto le tocaría a él.
Pero, sin embargo, fue el cuerpo de Alicia el que empezó a cambiar. Ella sabía que le tocaría el turno, pero la seguridad que tenía en sí misma no le hizo temblar ni una pestaña. Pero lo único que le daba miedo a Alicia, que era perder su belleza y su carisma, fue justo lo que perdió. Se transformó en una rata. ¡Ay, Dios! Su cuerpo era horroroso y tenía una larga cola que le daba un asco tremendo. Había perdido todo su encanto. Tenía incluso un largo bigote. ¡Ay, madre, como su padre cuando tardaba tiempo en afeitarse! ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía ahora hacer sus travesuras favoritas? Alicia era una niña activa y traviesa. Pensaba en esto cuando vio aparecer un elefante. ¡MMM! Un escozorcillo en el bigote le instó a acercarse ladinamente al elefante. Cuando lo hizo, el elefante dio un brinco y se echó a correr despavorido. Alicia empezó a reír y se dio cuenta de que daba lo mismo lo que fuera o cómo fuera, siempre la risa le acompañaría allá donde fuera, independientemente de cuál fuera su imagen.
Alicia seguía carcajeándose cuando apareció al lado de Fernando que ya veía acercarse su momento y, poco a poco, comenzó a comprender que no era más listo que Papá Noel. ¡Ay, ay, ay! Comenzaba a picarle la espalda y ¡plop!, le salió un caparazón en la espalda seguido de un cuerpo de tortuga. ¡Ay! Él, que siempre quería ser el primero, se había convertido en el animal más lento del mundo. Rabioso por no poder volver a ser el primero se echó a andar sin rumbo. A su lado comenzaron a aparecer otras tortugas. Fernando no les hizo ni caso, tan enfadado como estaba. Su mayor miedo en este mundo era no poder ser el mejor ni el primero y ya no podría. Aún así, intento competir hasta con sus nuevas compañeras de viaje. De repente, apareció un águila en lo alto. Fernando empezó a correr despavorido pero no podía avanzar casi. Entonces escuchó una voz que le llamó:
- No lo intentes, es inútil, no lo conseguirás. Sólo la unión nos salvará.
Fernando vio cómo todas las tortugas se unían unas a otras formando un enorme escudo que ningún águila podría atravesar. Corrió al escudo y se mimetizó con él hasta que pasó el peligro. Al principio sintió vergüenza, después agradecimiento y, por último, alegría por haber aprendido la magia de la unión.
Y le llegó el turno a Eva que no sabía por dónde le iba a llegar a ella. Eva tenía miedo a veces a relacionarse y, por lo que había comentado con los amigos, parecía que intentarían enfrentarle a sus miedos. Y así fue, de repente Eva vio su cuerpo transformado en el de una abeja reina que se veía obligada a transmitir todas sus órdenes al resto de las abejas de su panal. Al principio, Eva se escondió bajo una hoja y decidió no relacionarse con nade. Pero aquel panal empezó a ser un desastre poco a poco. Empezó a faltar el alimento y, por falta de organización, el resto de las abejas empezaron a pelearse entre ellas.Eva se dio cuenta de que tenía que tomar una decisión. Sacó la cabeza de debajo de la hoja y decidió sacar fuerzas de flaqueza. Su gran inteligencia había superado el miedo a relacionarse con desconocidos y tomó las riendas. Su mente ágil, rápidamente, hizo que todo se pusiera en orden. Cuando el panal estuvo bajo control, Eva sintió la satisfacción de la misión cumplida.
Esto le hizo volver a su cuerpo y dejar que el regalo de Papá Noel recayera sobre Rodrigo que sabía que su gran miedo era la oscuridad. Rodrigo sintió cómo le salían alas y su cuerpo se minimizaba hasta no ser más grande que un par de palmos. Abrió los ojos y no podía ver. Sintió terror. Todo estaba oscuro a su alrededor. No podía ver y empezó a ponerse nervioso. Esta vez no estaba jugando a las tinieblas. Él no podría volver a su cuerpo. No iba a superar el miedo a la oscuridad, no, no, no. En ese momento comenzó a sentir algo diferente, una especie de vibración que sentía en su interior. Era muy agradable, como un pequeño cosquilleo. Poco a poco olvidó que no podía ver. Parecía que ese cosquilleo era diferente dependiendo de hacia dónde se moví y se hacía mucho mayor cuando se acercaba a un objeto. Empezó a entender. Ese era el sónar del que hablaban de los murciélagos. ¡Ay! Era un murciélago. Empezaba a correr, a volar y no se chocaba con nada. ¡Qué divertido! Cuando no ves, sólo tienes que atender al resto de los sentidos. Y cuando todo está oscuro, sólo hay que pensar que las manos, los oídos, el olfato nos dan el resto de la información. Y atender a esta información es tan divertido que no merece la pena pensar en tonterías que puedan asustar.
Y, de nuevo, Rodrigo recuperó su cuerpo.
Arturo y Aitana miraron a su alrededor. Se acercaba su turno. Los dos se miraron y se dieron la mano. No querían separarse. Se dieron un gran abrazo. Sólo ese gran abrazo satisfizo a Papá Noel. Tanto Arturo como Aitana siempre tenían miedo a perder el protagonismo. Aitana era la más pequeña del grupo y llamaba la atención por ello. Y Arturo, cuando nació Aitana, tuvo miedo a perder el cariño de sus papás, enfadándose a veces con su hermana por ello.
Así que así de juntitos como estaban se transformaron en pequeños conejillos que aparecieron justo delante de una guarida de lobos. Muy asustados empezaron a pensar qué podían hacer. Aitana dio una idea. Ella entraría en la guarida de los lobos para ofrecerse, porque quería tanto a su hermano que no quería que le pasara nada. Así, mientras tanto, Arturo podría escapar.
Arturo quedó sorprendido de la reacción de su hermana. No podía imaginar que le quisiera tanto. En ese momento, Arturo se sintió muy mayor y decidió que tenía que proteger a su hermana. Así que los dos se restregaron con una boa que había dormida bajo una roca porque se había comido un elefante y estaba aletargada. Así, impregnados del aroma de la boa, aterrorizaron a los lobos. Muy contentos de haber trabajado en equipo y haberse protegido el uno al otro, recuperaron su cuerpo tan abrazados como cuando lo habían perdido.
Todos los niños se sorprendieron al verse los unos a los otros. Todos se vieron con nuevos ojos. Cada uno había aprendido una gran lección y habían conseguido superar sus miedos más profundos . ¿Cómo habían podido estar tan ciegos? Todos quería un juguete, un libro, un…. Si en realidad se habían llevado el mejor regalo de todos, encontrarse consigo mismos y crecer juntos superándose a sí mismos.
Se miraron entre sí y se abrazaron contentos. Entonces vieron partir a Papá Noel, satisfecho sobre su carro y riendo sin parar. Volvió a alzar sus manos y cayeron estrellas de ellas que, según caían, se convertían en el regalo que cada uno de ellos más deseaba. ¿Sabéis cuál?